Hacía dos semanas que el Senador deambulaba por Europa.
Le gustaba venir varias veces al año; tenía amigos en todos lados. Príncipes pero también poetas, empresarios y artistas y mujeres guapas, pero le interesaban sobre todo los políticos y entre estos con los que mejor se hallaba era con los políticos de su país. Los buscaba en cada etapa y conversaban hasta tarde.
El Senador no le temía al sueño, le temía al aburrimiento.
Algunos compatriotas estaban en un exilio más o menos voluntario, en tierras más o menos hospitalarias, la mitad muertos de hambre.
El Senador los invitaba a los mejores restaurantes –a los que iba con sus amigos magnates- y los observaba despacharse comidas de 3 estrellas y 4 platos. Él comía poco, hablaba menos y tomaba indiscriminadamente sin jamás perder el norte.
El invitado se explayaba, contaba intimidades partidarias o pleitos entre facciones rivales y el Senador no perdía palabra ni se olvidaba de nada.
Al fin y al cabo toda política es local y ya podían las cadena de televisión europeas obsesionarse con las crisis parlamentarias en Francia o los escándalos en la Corte española, al Senador lo que le interesaba era cómo se iba a votar en las próximas elecciones locales.
Así las cosas el Senador aterrizó una fría mañana de otoño en Paris y se enteró que el Alcalde francés había convocado una reunión de sus pares, pero ¡ojo! no de todas partes sino solo de ciertos países, entre ellos el suyo. Halagado y curioso inmediatamente le pidió a la misión peruana -las misiones nunca le negaban nada- que le ubicara al Alcalde de Lima y lo invitó a cenar.No al cualquier parte ni con cualquier gente.
Lo llevó al mejor restaurante en l’Isle St.Louis, a dos pasos del hotel particulier de los Rothschild que a veces frecuentaba el Senador, con un alegre grupo internacional de millonarios, famosos o guapas, o las tres cosas a la vez.
Al Alcalde lo sentó al lado de la sueca más linda y más conocida de Paris, y antigua novia suya. El Alcalde entre halagado y aterrado bebió en consecuencia. Cuando terminaron de comer el Senador -que había llevado un desconocido y un desconocido que no hablaba idiomas- y conocía bien los códigos pagó la cuenta. La Sueca quedó muy agradecida. Hacía poco su marido multimillonario, famoso y guapo la había encontrado en la cama con un desconocido, pobre pero más joven y la sacó zapateando de la casa y del matrimonio. Resultado: la Sueca se quedó literalmente en la calle y a poco también largó al toy boy.
El Senador quién tenía debilidad por las historias de amor –o de sexo que a veces se confunden- tomó partido por la Sueca; igual no perdió la amistad del marido engañado, porque tenía la cualidad de nunca enemistarse con nadie.
La Sueca los invitó a su departamento a tomar un trago más y para allá fueron el Senador y el Alcalde ahora encandilado a la idea de seguir la noche en una compañía que no se había imaginado ni en sueños. Ya en el departamento el Alcalde perdió toda vergüenza. Bebió como un cosaco mientras el Senador divertido seguía la escena divertido apostando cómo acabaría la cosa. La Sueca se fue a la cocina a buscar más hielo y el Alcalde la siguió. A la vuelta la empotró contra la pared del pasillo mientras la Sueca acostumbrada a juegos más sofisticados no entendía nada. El Senador intuyendo que la cosa no iba a ninguna parte le propuso al Alcalde cerrar la noche. “No, hermano. Vete tú. Yo me quedo, compadre. ¿No ves que la gringa quiere conmigo?”, le susurró el desubicado Romeo, mientras por detrás la Sueca le hacía gestos desesperados “llévate a tu amigo, please”. El Senador trató de razonarlo pero el Alcalde estaba como toro en feria y no lo paraba nadie.
Al final el Senador partió confiado sabiendo que la Sueca había toreado en plazas más complicadas y zafaría sola del asunto.
El epilogo lo supo al día siguiente.
A poco de irse la Sueca se sacó al Alcalde de encima y lo metió en el ascensor. Eran las 3 de la mañana, llovía y ni un alma en la calle. El Alcalde se encontró en la vereda, sin tener la menor idea donde estaba, sin plata y sin hablar francés. Entre la mamuja y su despiste habitual tampoco recordaba el nombre de su hotel.
Un taxista se apiadó de este borrachito que insistía que era el Alcalde de Lima. Lo llevó hasta la comisaría más cercana donde luego de algunas preguntas los policías dieron con su hotel. Dos horas más tarde el taxista lo depositó resfriado. El Alcalde se perdió el resto de la conferencia.
Hoy el Alcalde sigue deambulando por los corredores de la política, con el mismo despiste de siempre.
P.D. Paciente lector: a partir de hoy el blog se toma un mes de vacaciones. Volverá el domingo 14 de Marzo. Cuídense y será hasta entonces.
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