Lo primero que tuve fue mucha suerte y suerte cuando la necesité. En esto como en lo demás el timming es todo. Luego me encontré con una banda de ángeles que andaban por allí sin nada que hacer ese día. Una cosa importante de recordar es que antes que te estalle la arteria te matará el dolor. En serio. El dolor es el asesino. En medio de un dolor indescriptible estás perfectamente consiente que si no haces algo como que ya, tu corazón explotará. Lógico.
No hay artefacto por más perfecto que sea que no tenga su punto de quiebre y cuando lo alcanza se desintegra.
El dolor al pecho y al brazo me empezó una noche hace 25 años en la habitación en un hotel de Nueva York. Llamé a la recepción y pregunté si había un médico. “No Ma’am. Lo que debo hacer es llamar al 911. Me tiene que autorizar”. Dudé. “Tiene 20 segundos, Ma’am, para contestar porque puede que le esté dando un infarto”. ¿Qué? ¿A moi? Imposible. ¡Soy demasiado joven! Pero la vaina no se pasaba. Acepté. En minutos llegaron tres paramédicos salidos de un Central Casting de Hollywood: el blanco, la latina y el negro y me llevaron rauda a Bellevue, el hospital público de la ciudad.
Allí va a parar todo lo que regurgita Manhattan un sábado por la noche: borrachos, heridos de bala o de arma blanca, mujeres golpeadas o simplemente gente durmiendo en la calle que se podría congelar esa fría noche de Febrero. Me quedé 24 horas en la zona del ER y vi y escuché de todo. Gritos, insultos, maleantes vomitando, el todo sobre un suelo cubierto de gasas empapadas en sangre y jeringas descartadas.
24 horas después me dijeron que me podía ir., que el “evento coronario” no había tenido lugar.
No hubo ser más feliz que yo esa madrugada caminando sola por las calles heladas de Nueva York.
Durante muchos años no pasó nada más.
Me casé. Nos fuimos a vivir al Paraíso. La vida era buena.
Luego en 2014 asumí otras responsabilidades y pasé largas temporadas en Lima. Me empezó a subir la presión y volvió el dolor al pecho. Vi a un especialista que me dijo: “Presión emotiva, evita el stress” y me medicó. Con la presión controlada me subía solo en los momentos de conflicto o de mucho stress pero el dolor impredecible aparecía un par de veces al mes.
En el 2107 volví a mi casa en la Patagonia con las cicatrices de dos campañas despiadadas en las redes que me dejaron secuelas; una pena de amor no te mata pero el odio que desatan los haters y la ira dirigida por la turba algún día te pasa la factura.
Al año de iniciada la pandemia los episodios eran cada vez más seguidos. Vi otro cardiólogo. Me dijo, “Esófago. Toma antiácidos. Y el brazo es una contractura. Anda a ver un kinesiólogo”. (¿?)
El sábado en cuestión el dolor volvió para quedarse. Doblada en dos, apretándome el pecho, atiné a agarrar mi celular y bajar las escaleras a buscar a mi marido tratado de no aullar y matarlo del susto. “Hospital. Por favor. Ahora”, le dije boqueando con un gruñido ronco. Estuvo fenomenal. Calmado y cool me metió al coche, bajó la cuesta llena de baches mientras yo me concentraba en sobrevivir solo ese minuto y el siguiente sin gritar. Llegamos en 20 minutos.
Me bajé jorobada y entré a la clínica local repitiendo solo “Por favor. Por favor. Por favor” a nadie en particular. Me metieron en un cuarto, me hicieron un electro, me pusieron una vía y cuando escuché “bolo de morfina” supe que el dolor iba a desaparecer. Así fue. Me instalaron en un depósito, porque no había camas libres, al costado de un post-Covid conectado a un ventilador que sonaba como una caldera a vapor y que parecía que se iba a morir. “Necesitas una intervención que no hacemos aquí. Debemos enviarte a Cipoletti en ambulancia o avión sanitario. De momento está todo colapsado y no hay cómo”, me informó el doctor.
No pegué ojo. La noche fue un infierno con la luz encendida, ruidos y gente golpeando mi cama. Seguía con mi misma ropa. Acostada sobre un colchón de hule traté de hacer un ovillo para la cabeza con mi chaqueta. Al día siguiente me dijeron que tampoco habría transporte. Supe que tenía que salir de allí. Ya sin dolor tomé mi celular y llamé a mi hermana a BA y a una bróker de chárteres privados que utilizamos en el pasado. Ella estaba a punto de irse a un campo sin señal. “No te preocupes. Cancelo todo y me quedo para arreglar tu vuelo. Te prometo que te saco hoy”.
A las 5 pm me avisó que el avión con dos médicos había salido a buscarme. “Te recogen a las 8”. De 5 a 8 pm fueron las tres horas más largas de mi vida.
De la clínica me llevaron en ambulancia. 20 minutos de baches, sobre una tabla de madera, verde del calor y del mareo. Imposible sobrevivir 7 horas a Cipolletti en eso. Me despedí de mi marido por la ventana y me subieron al avión.
La primera parte del vuelo de 2 + horas fue sin novedad. Caí al noche y lo lejos se veían rayos y relámpagos.
Una hora antes de Buenos Aires entramos de lleno en la tormenta.
El pequeño jet subía y caí como una cometa al viento. Me agarré de la mano del doctor con todas mis fuerzas, “Disculpe que me suden las manos” me dijo el gordito, seguro tan aterrado como yo. “¡No importa! ¡Ni se le ocurra soltarme!”. Y allí excedida pensé, “Mejor estrellarnos ya y que se vaya todo para el carajo y así acabamos de una vez”. Aterrizamos . Nos estacionamos al lado del super jet de Messi (una hace lo que puede) y me subieron a una ambulancia seguro fabricada por Rolls Royce. Me dormí todo el camino a la clínica. Cuando me despertaron pensé que estaba en St. Gallen.
Me instalaron en una unidad especial. Aparecieron cinco personas y en minutos me hicieron el electro, me colocaron una nueva vía, y me conectaron a un monitor silencioso de última generación. Mencioné que la noche anterior la había pasado junto a un post-Covid con ventilación. No había terminado que los 5 salieron volando como murciélagos por la puerta y regresaron vestidos de astronautas. Bordeando la medianoche apareció el médico de mi hermana que había conseguido la habitación y el equipo en esa clínica maravillosa, elegantísimo, vestido de impecable traje gris, solo para chequear todo y ver cómo estaba.
Dormí 9 horas de corrido.
Al día siguiente me vinieron a buscar para lo que supuse serían más pruebas pero en cambio me encontré en el teatro de operaciones frente a una pantalla gigante y todo el equipo listo. Entraron por la femoral -no dolió nada. Los escuché que decían “está obstruida al 99.9%”. Me pareció mucho. “¿Ud. es el doctor, verdad? ¿Qué van a hacer?” “Ah, no. Yo no soy doctor”. Mamita, sonamos. “Yo soy artista” dijo con voz risueña.
Resultó que era no solo artista, sino artista con actitud de gaucho pampero y corredor de Fórmula Uno. Aparte de ser un coqueto seductor de cuidado. No dejó de indagar porque me había casado con el belga, hasta que le pillé el truco y le dije; “¿Ud. cree Doc que no sé lo que está haciendo? Me tiene distraída para que me olvide que está entrando a mi corazón”.
Allí nos hicimos amigos y compinches.
Me reparó la arteria llamada “La Hacedora de Viudas”. Luego supe que con solo 95% de bloqueo si a la Viuda no la arreglan rápido, no la cuentas. Dos días después me mandaron a convalecer donde mi hermana. Los primeros días todo me hacía llorar y comprendí que eso sucede cuando alguien toca tu corazón.
Me han preguntado si la experiencia cambió mi percepción de Dios; es una pregunta demasiado personal que no contesto. Lo que sí sé es que hay ángeles que deambulan por la tierra ayudando a gente como yo. En mi camino a la recuperación me topé con siete que me salvaron la vida.
¿Los reconoces?
Hoy se cumple un mes desde que empecé a vivir el resto de mi vida.
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